VICENTE CASTELLANO ENTRE LA CONSPIRACIÓN DEL SILENCIO
⌠ UN RETRATO DESDE/CIRCA LOS AÑOS CINCUENTA ⌡
La atracción de Paris. Así podríamos calificar a uno de los elementos clásicos de la historia de fragmentos y rupturas por la que ha transitado el arte español desde los inicios del pasado siglo veinte, en su permanente aspiración de acercamiento a la modernidad. O, lo que es lo mismo, nuestra modernidad sustanciada, -‘atrapada’ sería mejor escribir-, entre fragmentos y rupturas. Una seducción, la de la capital francesa, que en nuestro arte tendría clásicamente el faro tutelar de Don Pablo, omnipresente Picasso desde su llegada el simbólico año 1900 en aquella ciudad. Desde que estupefacto, -atrás quedarían Málaga y su antigua alcazaba, también la pétrea Barcelona de “Els Quatre Gats” o la angostura de las calles madrileñas-, y el artista contemplara el espectáculo de cine y luz cual, ambas, hadas bañando a raudales la Exposición Universal de Paris de ese año. Nunca jamás, en el fondo, se iría ya de Paris.
En la postguerra mundial, a partir de finales de los años cuarenta, fueron numerosos los artistas españoles que viajaron a Paris. Algo que no era tan sencillo como ahora parece, pues la mera obtención del pasaporte para viajar a Francia era asunto ya extremadamente complejo. Una buena parte de los creadores se desplazaron con becas de ayuda oficiales, en varios casos impulsados por los Institutos Franceses -o Diputaciones, como en el caso de Castellano-, de diversas de nuestras ciudades y obligados a realizar estudios o cursos académicos, alojándose la mayoría en el Colegio de España de la Cité Universitaire. El primero en llegar en la postguerra, según los archivos de esta institución, sería August Puig (en 1947) y, tras él, un año después, algunos otros. Entre los ahora más conocidos, José Guerrero, Pablo Palazuelo o Eduardo Chillida. Y, transcurridos apenas unos meses, el de Onil y estudiante en Valencia, Eusebio Sempere. Él será el compañero de fatigas de Castellano en el Paris de los cincuenta. Curiosamente en esta nómina se halla buena parte de los nombres que harán las primeras creaciones abstractas de España.
Si se ha citado en muchas ocasiones el surrealismo, el cubismo o la herencia kleeiana o kandidiskyana,, entre los modelos a los que miraba la depauperada España plástica de finales de los cuarenta, aquí también lo haremos, no es asunto baladí reseñar el flujo que, desde Paris, y a modo de un retorno creativo de las energías de la multirracial y polivalente escuela parisina, circuló hacia la modernidad en España.
En 1952 arribaba al Colegio español, en el 9 del Boulevard Jourdan, el hermano de Vicente Castellano, Carmelo (1925). Las concierges del Colegio, Madame Cardoso y Madame d’Itry, recordarían la estancia otrora, años 1938 y 1939, de los hermanos Manuel y José Gutiérrez Solana. También de Pío Baroja, enfrascado en la escritura de “El Hotel del Cisne”. Desde allí escribiría también sus recuerdos en “Aquí Paris”, evocando esos crepusculares días de la guerra hispana, paseos de la tristeza del aherrojado entre el Colegio y el encaramado parque próximo de Montsouris. Todo verdor desde donde quizá, tras los cristales de su ventana, pudiera verle –absorto entre las natures mortes– Georges Braque.
Ya hemos descrito, en algún otro texto, cuál era la situación en Paris a finales de los años cuarenta. Un lugar en donde, a pesar del padecimiento de la humillación y estragos de la guerra mundial, los artistas de diversas nacionalidades encontraron una buena acogida, asumida ésta casi como un deber ético por las autoridades e intelectuales franceses.
Los creadores de nuestro país pudieron viajar a Paris, con más comodidad que Puig, a partir de febrero de 1948, fecha en la se habían reanudado las relaciones entre España y Francia tras la Segunda Guerra Mundial. Y los primeros trenes Madrid-Paris, comenzaban entonces a cruzar las fronteras, saludados con algarabía y petardos por los exilados en Hendaye[. Hasta esa fecha, el cruce de las fronteras era penoso, obligados los viajeros a desplazarse desde la aduana española a la gala en taxi y acompañados de la Guardia Civil. Así lo rememoraba August Puig, evocando el cruce de Port-Bou, maleta en mano y guardias civiles a su lado, en sus “Memorias de un pintor”.
Sin embargo, en 1948 comienzan a producirse cambios y el Ministère de l’Education Nationale francés crea el Comité d’Accueil aux etudiants etrangers, que permitiría así el contacto de los creadores hispanos con un mundo extraordinariamente bullicioso, en especial comparado con el ambiente que se vivía en España, y más aún en Valencia. El asunto se simbolizaría citando algunos nombres: el de Bernard Dorival, por ejemplo, Conservador del Musée d’Art Moderne desde la Francia ocupada quien fue, junto a Jean Cassou o Jean Sarrailh, una de las personalidades que mayor relevancia tuvo para la recepción justa de los artistas españoles arribados a Paris. El nombre de Dorival se une, permanentemente a hechos sustanciales de la pintura española de postguerra, ya desde la escritura del texto de la primera exposición en Paris de August Puig, 1949, en el colegio de España.
En 1955 Vicente Castellano sigue pues los pasos de algunos otros artistas que, tal a su hermano, se han desplazado a Paris. Atrás han quedado pasados viajes, a otras ciudades importantes para el arte, tales a Roma y Madrid, con el objetivo único de conocer su entorno artístico. Cuando marche en tren a Francia, en esa errancia de joven pintor deseoso de descubrir, obviamente desconoce que su marcha no será, como la de tantos, temporal y breve sino que durará más de dos décadas, hasta 1977.
La ciudad de Paris, y los acontecimientos que en ella tenían lugar en esos años, eran evocados por los artistas mencionando en algún caso el paraíso: “me desperté una vez, sobresaltado soñando que todavía estaba en España, pero no, estaba en el paraíso”, escribiría Puig. Para Castellano, Paris fue también “el gran descubrimiento”, como recordará admirativamente el artista cuyos pasos siguen a tantos creadores de la tierra: Eusebio Sempere o Manuel Hernández Mompó. También José Esteve Edo, Salvador Montesa o Salvador Victoria, entre otros. Transcurrido apenas un año tras su llegada en el verano de 1955, hallamos la obra de Vicente Castellano incluida en las exposiciones colectivas que tradicionalmente se celebran en nuestro Colegio parisino.
Curiosamente su acercamiento a Paris puede decirse es ‘clásico’, esto es, muy similar al realizado por muchos pintores españoles. Si luego citaremos a Rueda, con algunos como Pablo Palazuelo guarda Castellano extraordinarias concomitancias. Así sucede con la marcha temprana a Paris ciudad en la que permanecerán, tras la estancia de ambos en el Colegio de España, largo tiempo. No muy alejados por cierto en el espacio físico que habitaban en las calles parisinas, uno en la rue Saint-Jacques y el valenciano en la rue Rollin. También su encuentro con las obras de Klee y Kandinsky, la amistad con Nina Kandinsky, o los estudios de grabado en la Escuela de Bellas Artes parisina. Junto a una extraordinaria querencia por la pintura reflexiva o, también, por los timbres poéticos.
Sempere, compañero de Castellano en la habitación económica del Colegio, ha dejado testimonios, quizás los más descarnados, que nos permiten conocer cómo era la Valencia que abandonarán. Y cómo ese ambiente, ‘vulgar’, se convertiría a su vez en el impulso para la marcha inevitable: “en una ciudad como Valencia, donde el ambiente era provinciano y vulgar, la formación para un joven pintor podía ser nefasta”.
En los años cincuenta la vida artística española comenzaba a activarse, a pesar de la tozudez oficial por continuar la fatigosa summa de Exposiciones Nacionales bajo todas las variantes o denominaciones posibles. Así, en 1955 se presenta, en Madrid y Valencia, entre otras ciudades españolas, la exposición “Tendencias recientes de la pintura francesa (1945-1955)”, comisaríada por Jacques Lassaigne y que Vicente Castellano recuerda haber visto con admiración. Es sin duda una de las primeras exposiciones, a la que seguirán otras, años después, como las de arte suizo, norteamericano o arte italiano, que conmocionan a los nuevos artistas y que les ponen sobre aviso de la llegada de nuevos tiempos para lo contemporáneo. En la temprana exposición de 1955 se encuentran obras de Hartung, Manessier, Soulages, Viera da Silva o Jacques Villon, entre otros veinticinco artistas que exponen sus creaciones junto a un tapiz de Matisse.
En Valencia tendrá lugar lo que a veces hemos llamado ‘acto previo’ a la fundación de “El Paso”, nos estamos refiriendo a la exposición que -organizada entre otros por Millares, y con los que serán miembros más activos de su grupo-, tiene lugar en el Ateneo Mercantil en la primavera de 1956 suponiendo, quizás, el punto más álgido, en el sentido de más visible, del debate entre figuración y abstracción.
Hacía tres años del Congreso abstracto de Santander (1953), que luego referiremos, y dos hacía de la publicación del primer libro dedicado a la abstracción en España: “El arte abstracto” de Antonio Aróstegui. El propio título de la exposición valenciana advertía en su reiteración la ‘anomalía’: “Arte Abstracto Español. I Salón Nacional de arte no figurativo”, mostrando así la persistencia de una discusión que se había situado en el corazón de las preocupaciones teóricas del mundo del arte en la década de los años cincuenta en España. Y que se convertirá, casi, en inútil discusión-consunción, pues proseguirá hasta bien avanzados los años sesenta en España. Y, entre tanto, como pronosticara Manolo Millares, “el mundo marchaba hacia delante”.
Castellano viaja a Paris en 1955 y como muchos otros artistas, va y viene a España por motivos familiares en fechas señaladas. Resultado de la estancia y de su conocimiento del nuevo mundo del arte visto en Paris, es la primera exposición individual, de 1956, que es organizada en su ciudad por la Diputación Provincial de Valencia en el Palacio de la Generalidad. Así lo vería Vicente Aguilera Cerni al escribir el breve texto de presentación a esta muestra subrayando, precisamente en lugar prioritario, el paso de Vicente Castellano por la capital francesa. Algo también que se revelaba en los títulos de algunas de las cincuenta y cuatro obras expuestas, que recordaban lugares de España, pero que también mencionaban la memoria de ciudades tales a Padua, Verona, Roma o lugares como Gentilly o el parisino barrio de Montmartre.
El año que venimos refiriendo, el de su individual de 1956, es sabido era un año crucial para la vida artística en Valencia, si pensamos que la fundación de “Parpalló” tiene como fecha oficial el 23 de octubre de ese año, apenas un mes antes de la exposición de Castellano. Coincidirá así con los firmantes de la carta fundacional, en uno de los momentos en los que entre en contacto con Aguilera para la escritura de su texto de la exposición. Castellano se hallaba pues, en su visita al Ateneo, en el lugar y en el tiempo debido.
En ese texto, Aguilera subrayaba ciertas características de la trayectoria, entonces juvenil, de Castellano y que, prácticamente, le acompañarían hasta hoy. “Le fascina el esquivo milagro de la simplicidad”, escribiría al descubrir su obra. También destacaría su interés por la investigación en torno al mundo del collage y, otrosí, por la reflexión. Todo ello bajo una aparente sencillez, sumido en indagaciones sobre cuestiones tales a la forma, espacio o color, y que, como veremos más tarde, serían frecuentadas en ciertos integrantes de ‘Parpalló’. La pintura de Castellano, esos meses finales de 1956 en los que ha pintado “La Visitación”, un cuadro en el que la figuración huye de los planos de la representación, estaba a punto de dar el salto definitivo a la abstracción más despojada hallando, tras la apariencia fría de la nominación de sus obras abstractas del inmediato 1957, tituladas “Estructura”, o sus “Formas de puerto”, algunos de los ejemplos más notables.
“Estructura” es un título, por cierto, adoptado en las mismas fechas por otro afrancesado de silencioso espíritu, parejo al de Castellano, y visitante, en mundos paralelos, del mismo Paris: Gerardo Rueda. Que entre ambos artistas hubo admiración mutua es conocido. Ver cuadros de estos creadores, con mismo título e igual fecha simbólica, “1957”, en pleno incendio informalista, parece -visto desde nuestro tiempo- más que ejercicio de silencios creadores la muestra del aplomo de la extraordinaria creencia en lo que hacían, frente al ruido de las proclamas, tan justas, de lo informal.
Así, la vindicación que Castellano ha hecho de la “estructura” y de la “forma”, no ha sido un momento que pueda considerarse de paso en su trayectoria. Sino que más bien ha sido realizada casi al modo de una proclama tutelar, que históricamente parece hacerse en presencia de Michavila y Aguilera Cerni. Elogio también que, en su verbo, se sustancia en la innegable adscripción a “lo formal”.
Vemos también así la especial querencia de este artista, también, por la proclama concisa, por la inteligencia que remite a la voz silente. Voces silenciosas que a veces se erigen casi, como otra circunstancia de algunos artistas de la generación de Castellano. Ya hemos escrito en otros lugares cómo no es posible situar el contexto de lo sucedido en los años cincuenta si no se subraya que, junto al surgimiento de la abstracción informal de tendencia expresionista, muy vinculado a otros procesos similares sucedidos en Europa, Norteamérica y Japón, se produjo la presencia de lo que en términos generales y tópicos se ha venido conociendo como abstraction lyrique. En todo caso queda por hacer la revisión de lo que ha sido la historia del arte hispano donde tengan cabida personalidades ajenas a la tendencia hegemónica, artistas de ese otro arte, también, que a veces adscribimos a la generación del silencio. Es en este contexto-no-informal, a veces de tendencia silente y construida, cuando es posible comprender la presencia de colectivos o artistas ‘anómalos’, -en el sentido de poco aferrados a lo que se considera, por lo general desde el exterior, la ‘tradición’ hispana-, como sería el caso de Castellano.
Este citado elemento de la concisión ha viajado secularmente en el verbo, mas también en el trabajo artístico, de nuestro artista, muy en especial desde el riguroso trabajo con planos de color e ilusiones horadadas realizado a finales de la década de los cincuenta. Horadamientos en muchos casos ilusorios, agujeros que recorren sin atravesar la superficie pictórica, a la búsqueda de la mesura, -que parece en ocasiones mencionar la poesía de Jean Arp-, en su particular indagación en torno a la dimensión perdida, sus personales hoyos infinitos de misterio.
Y es que la concisión, es sabido, no ha sido muy frecuentada por la pintura hispana, resultando chocante escuchar estas afirmaciones de ese hombre-tranquilo que es Vicente Castellano. En fecha reciente le oí otro aserto taxativo que zanjaba una gastada discusión de pintores y críticos, en torno a la importancia del estilo y de las modas y que se situaba ya en un punto sin salida. En una pausa de esa conversación en la que había permanecido completamente en silencio, pareciere al margen, espetó: “el principal valor de un pintor -dijo sentenciando- es la integridad”. Reinó de nuevo, felizmente, el silencio.
Léon-Louis Sosset, crítico que analizaría en 1958 la pintura de Vicente Castellano en una exposición individual del artista en la galerie Zodiaque de Bruselas, analista fino de los mundos en suspensión de Paul Delvaux , supo ver un “extraño refinamiento de las materias (…) y el vivo equilibrio de colores y formas”, relacionando su trabajo con la herencia de Schwitters, un artista así entonces descubierto por el joven Castellano y cuya influencia podrá encontrarse unos años después en su obra.
Una de las cosas que llamaba la atención del crítico belga era la contradicción entre el refinamiento de las obras y la patria del artista que, a su juicio, convertía la exposición en un acontecimiento inesperado: “on n’attendait pas autant d’un jeune espagnol formé dans des milieux où prédomine le conformisme artistique”. Mostrando así un cierto desconocimiento de la agitada situación del arte español de 1958, también obviaba Sosset, desde el rápido análisis de su obra en la placidez de Bruselas, los tres años anteriores de presencia de Castellano en Paris. Hacía años inmerso en esta ciudad, en un ambiente repleto de artistas voraces, ávidos más bien -como él- por encontrarse de bruces en las nuevas tendencias artísticas.
Añorado Paris… “la cuna del esperanto artístico”, escribiría Francisco Nieva a Rueda, animándole a un viaje realizado por éste casi en las mismas fechas y lugares, transitando similares espacios y personas, que el pintor valenciano. Un encuentro permanente mas ‘in absentia’ pues sus caminos –empero no sus personas- se entrecruzarán con frecuencia. Desde la pintura de planos, circa 1957, en ambos de estirpe común. Ciertos nombres resuenan, en esta especial camaradería por lo general de la escuela parisina: Poliakoff, Arp, De Stäel, Magnelli…Y de ahí a los círculos de densa materia, en Rueda realizados a mediados de los espacialistas años sesenta y en Castellano más tardíos. Éste recopilador, mediados de los sesenta, de restos lígneos en cajas, despojos convertidos en reliquias, como luego lo haría el pintor madrileño a finales de los setenta, en su serie conocida con el chusco título de “La elegancia social de la madera”. Ambos, escenarios del teatro del arte: en Rueda más acentuada la teatralidad, en Castellano recordando más bien perturbadores mundos de colección, de objetos dispersos y abigarrados a lo Nevelson.
Castellano ha sido un pintor que ha tenido, entre sus más destacadas características, la innegable vocación de modernidad. Su marcha temprana, huída más bien, de Valencia elogiaría, a su vez, uno de los componentes clásicos del arte de nuestro tiempo: la entropía. No sería extraño así que Sosset supiera ver la extraordinaria melancolía que destilaban sus pinturas. La misma “impression de mélancolie indéfinissable” que vería el crítico de “Le Soir” ante sus pinturas en la galerie Mistral.
Así, algunas de sus pinturas, un tiempo después, serían agrupadas por Castellano bajo la poca dudosa denominación de “Éxodo”. Aporía que menciona el acceso de los artistas españoles a la modernidad mas, también, del hombre del siglo veinte. Pinturas evocadoras del que parte a su pesar, sustanciadas, de nuevo, en círculos. Esta vez superpuestos, en vez de horadados, y realizados con densa materia pictórica y restos textiles, de arpillera principalmente, que parecían mencionar una suerte de inexorabilidad del destino. Destino y círculo ciego mostrando la sombra de un agujero, pareciere abisal y hacia la nada, pintados por Castellano, ya abandonada la Cité, desde el éxodo del 13 de la rue Rollin. Desde la actividad de su trabajo parisino, como ilustrador, junto a Ricardo Zamorano, en los “Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura”.
Castellano ha relatado en ocasiones esa difícil condición de la herida siempre abierta del exilado, del ‘estigma’ que diría la Zambrano. La melancolía inasible del que abandona su lugar, la marca indeleble que portará en su vida. Alejado este creador del ambiente artístico español, quedaría en tierra de nadie, justamente en un momento crucial. Su obra no pudo verse en las bienales o certámenes al uso (Venecia, São Paulo, Alejandría o Pittsburgh), ni en las exposiciones internacionales que permitieron a numerosos de nuestros artistas, en especial los que permanecieron activos en torno a Madrid, ser visibilizados por galeristas o connaisseurs internacionales en esos años que rondaron el final de la década de los cincuenta y los primeros sesenta.
Sin embargo, aun permaneciendo buena parte de su tiempo en Paris, Castellano sí se incorpora a “Parpalló” a partir de su creación, participando su obra en cuatro de las cinco exposiciones primeras de este colectivo artístico y ligándose a sus actividades durante el período más fructífero del grupo, hasta 1959. Castellano había sido firmante, como ya señalamos, de la primera “Carta abierta del Grupo Parpalló”, publicada el 1/XII/1956 en “Las Provincias” y “Levante” y su nombre se hallaría ya en la primera muestra de “Parpalló” en el Ateneo Mercantil de Valencia.
Al encontrarse con los firmantes de la “Carta”, estaba claro que Castellano portaba el conocimiento del descubrimiento del Paris artístico de mediados los cincuenta y enrolándose en ‘Parpalló’ era su voluntad, como luego lo haría también Sempere, transmitir dicho saber y, también, las noticias del ambiente parisino. Paris era una ciudad que en lo contemporáneo contaba con galerías muy relevantes. Baste citar la presencia de esos años de galerías tan activas como Jeanne Bucher, Iris Clert, Daniel Cordier, René Drouin, Denise René o Maeght, salas punteras en el momento de la llegada de Castellano y que éste declara haber visitado con frecuencia.
Siempre me parecen relevantes los primeros hechos. A la luz de estos ha de comprenderse que, con la abundante información que poseía, en el primer número de “Arte Vivo” escriba Vicente Castellano el artículo, significativamente recuadrado, titulado “Crítica externa” al que se añade un epílogo, también muy simbólico, titulado “Queremos”. Este artículo fue publicado en marzo de 1957, ausente Aguilera de mención en la misma, y era ilustrado con una de sus “Estructuras”. Collage de materias varias que incluía fragmentos de rejilla de sillas que, como veremos más tarde, harán palidecer a algún crítico local mas que también causara la admiración, por el arrojo, de Manolo Gil. En su artículo citado, Castellano reflexiona acremente sobre la atonía del mundo artístico valenciano, que enfrenta a la incesante actividad de Barcelona citando, no explícitamente, la exposición “Otro arte”, verdadero acontecimiento en lo contemporáneo de ese 1957 y que ha quedado para la historia inefable de esos años. La proclama que destila el “Queremos” tiene algo de la pólvora de manifiestos similares de estos años: la defensa del arte abstracto y la puesta en cuestión de la exigua crítica existente. En ese primer número de “Arte Vivo” la posición de Castellano era inmejorable. Hecho casi ‘mano a mano’ con Manolo Gil, firmante también con el heterónimo “Xil”, Castellano era autor de uno de los textos y también su obra lo ilustraba. Merecía la mención en sus noticias, y una reflexión crítica de Gil sobre sus collages, apenas unos meses antes de su muerte.
Habiendo suscrito también Castellano, en 1956, la citada “Carta abierta” de ‘Parpalló’, dos elementos le tuvieron que ser especialmente queridos. Uno era la vivencia, hondamente arraigada en el sentimiento, de “la trascendencia del arte como enriquecimiento de la experiencia emocional y factor de plenitud”. De alguna manera se entiende que la reflexión de algunos de “Parpalló” se aproximara más a los postulados de Oteiza, por ejemplo, antes que a los valores de la experimentación artística, o la defensa de la normatividad hecha espacio plástico, propugnada por otros creadores programáticos tales al “Equipo 57”. Algo similar puede decirse del temprano encuentro, y sintonía, con Santiago Lagunas en Valencia, circa 1951.
Partiendo “Parpalló” del reconocimiento del individualismo de cada uno de los suscriptores de la carta, redundaba también este colectivo, cuando entre sus intenciones citara el deseo de “reavivar la mortecina vida artística valenciana”, acabando así “con esa injusta ‘conspiración del silencio’”.
Y es que la ‘conspiración’ se sustanciaba en el éxodo, según lo escrito, también un éxodo extendido hacia la piel de toro y simbolizado en el viaje de los artistas valencianos hacia, principalmente, Madrid y Barcelona. De éxodo hablaba también la crítica hispana cuando reflexionara sobre el colectivo de Valencia mencionando su “ansia por escapar o perder de vista lo que les rodea”. En fin, el reiterado éxodo se convierte, en todo caso, más que en una circunstancia, en un hecho inherente a buena parte de los artistas españoles de los años cincuenta.
Pensemos que, además de la marcha a Paris, -sin olvidar Sudamérica para los artistas gallegos-, una diáspora no menos cruda que la de la marcha a la capital francesa fue el viaje de los artistas, a la manera de un transtierro casi ‘radial’, desde las provincias a una emergente Madrid, ciudad en la que sucedía todo lo poco que tenía alguna importancia en la culturalmente, también, depauperada España. Aunque desde la distancia temporal del hoy parezca increíble, actividades tales a los Salones de los Once, Bienales Hispanoamericanas, presencia de algunas exposiciones internacionales en la capital o el intento de crear un escenario museístico del arte contemporáneo, todo ello eran situaciones vistas con envidiable ansia por los artistas que habitaban fuera de Madrid. En especial a partir de los singulares encuentros, artistas y críticos, sucedidos en el Congreso de Arte Abstracto de Santander de 1953. Viajes radiales, algunos tan simbólicos como el realizado desde Las Palmas por Millares y Chirino, en septiembre de 1955. O el de Manuel Rivera, en 1954, desde otra torva ciudad para el arte, Granada, son suficientemente representativos de la cuestión.
Es sabido que Manolo Gil fue uno de los participantes más emblemáticos de “Parpalló”. Malogrado por su muerte joven, homenajeado en versos en torno al silencio del estudio, ya abandonado, por Millares, su trayectoria encarna la agitación del debate en el arte en la época, y que no era otro, como venimos subrayando, que el de la validez de la abstracción. Gil tuvo contactos intensos con Jorge Oteiza, que están referidos en “La sombra de Oteiza (en el arte español de los cincuenta)” donde se incluía también una temblorosa obra, una de sus precursoras “Estructuras” (1957), del tiempo parpalló de Vicente Castellano. Gil y Oteiza fueron redactores de una de las primeras teorías en torno al espacio existentes en la contemporánea cultura artística hispana, la llamada “Teoría del espacio trimural (o) Análisis de los elementos en el muro o plano”, en la que analizaban diversas cuestiones espaciales y, también, la capacidad de movimiento del color sobre el plano. Es extraordinario, y conmocionante, encontrar la “Cartilla de figuras regulares” de Gil, obra en la que éste reflexiona en torno a la descomposición del círculo, mirando una de las esculturas, “Par espacial ingrávido”, de Jorge Oteiza. Todo ello junto a la obra-collage de Castellano, con superposiciones de planos, tan próximos en fechas y reflexiones.
Y en silencios que llegarían.
La cita de esta tríada, Gil-Oteiza-Castellano, viene al caso, en especial para simbolizar cómo junto a la abstracción obviamente de estirpe informal, -“tachista” como se decía en la época-, el mundo artístico hispano contemplaba otra posibilidad: la del arte construido. Un arte racional y del equilibrio, arte de la medida que reflexionaba, sin esquivar la sensibilidad, en torno a la investigación espacial como manera, también otra, y no excluyente, de acercamiento a la modernidad.
La larga mención anterior a Gil también se justifica porque él, diarista y escritural, hombre reflexivo, bien informado por su amistad con Aguilera Cerni, y que ha leído, antes que nadie en España, la obra de Michel Tapié, subraya con asombro la obra de Castellano cuando la encuentre en la primera exposición de “Parpalló”. Dedicándole una descripción singular y reveladora de hasta qué punto la obra de Castellano merecía subrayarse entre las de otros quince participantes: “entonces viene la sorpresa”.
Las obras de Castellano, sin embargo, no siempre fueron bien acogidas por las reflexiones críticas, aún menos por la crítica periodística local. “Buen pintor”, no se entendía “cómo puede alcanzar belleza plástica alguna en uno de los collages (…) un trozo de rejilla de una mecedora desfondada y mugrienta”. La misma rejilla que en la “Nature morte à la chaisse cannée”, es interpretada en hule por Picasso en su conocido y tempranísimo collage cubista de la primavera de 1912, conservado en el Musée Picasso. Tenía así su lógica que cuando expusiera en 1957 en la Galería Danus, de Palma de Mallorca, Joaquín Verdaguer calificara sus creaciones, subrayando su aspecto marginal y no sin un deje zumbón, de “arte robinsonesco”.
Del valenciano carrer de Colon, punto de reunión del precursor grupo artístico de “Los Siete” en el que circa 1950-1954 participará Castellano, al inmediato salto al multicultural bullicio de Saint-Germain-des-Près. Durante su estancia en Paris, en un nuevo elogio de la concisión, Castellano ha destacado -entre las cosas que llamaron su atención y por encima de cualquier otra cuestión-, lo que definiría como el “continuum”. Esto es, un término generalizador que evitaba la difícil descripción in extenso de lo que suponían las ingentes posibilidades existentes en la ciudad para un artista.
Algo que se revelaba ya desde los estudios de Castellano en la Escuela de Bellas Artes, ubicada ésta en la rue Bonaparte, en pleno quartier latin y realizados con un pintor expresionista Edouard Goerg. Éste había sido además extraordinario litógrafo y celinesco artista de los horrores de la guerra, desde que sirviera en la Primera. Sus temas pictóricos revelaban la querencia por mundos intensos, revelados desde una mirada muy a lo Ensor. Compañero de Maurice Denis, de vida muy en paralelo a la de Marcel Gromaire, y aficionado a la visión poética sustanciada en una pintura ténebre. Sus ilustraciones, de Baudelaire, Villiers de Isle-Adams y Poe, tendrían epítome en las que realizara para el “L’Apocalypse” (1945). Pintor singular, sexagenario ya cuando se encuentre con el valenciano, Goerg tuvo que transmitir a un Castellano que apenas rondaba los treinta años la visión, quizás por vez primera, de lo que significaba la verdadera alma de artista y, quizás, también, la importancia de lo que luego más tarde el valenciano llamaría “la expresión personal, genuina”.
¿Cómo era el Paris que Castellano encuentra en ese primer viaje iniciático que emprende el doce de julio de mil novecientos cincuenta y cinco?. Una ciudad deslumbrante en lo relativo a la expresión cultural y al arte contemporáneo en particular. Baste recordar tres exposiciones de ese mismo tiempo, que se convertiría en capital para un joven artista llegado desde una Valencia en la que resonaban aún los ecos tutelares de Sorolla o Pinazo. En el Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris se celebra ese año la exposición “Cinquante ans d’art aux Etats-Unis”, con obras de la colección del MoMA; Denise René expone su ya clásico de la historia del arte contemporáneo, organizado por Pontus Hulten “Le Mouvement”; o tiene lugar, en el Musée des Arts Decoratifs, entre junio y octubre, la retrospectiva “Picasso, œuvres de 1900 à 1955”, una exposición referida a veces por Castellano recordando su fundamental ‘encuentro’ con el “Guernica”.
Sin citar otros numerosos hechos, algunos tan simbólicos como las visitas de Castellano a las exposiciones de Miró, con quien también se encontró azarosamente en su vida flâneur en Paris, celebradas en la galerie Maeght en el trece de la rue de Téhéran. Otrosí la realizada con ocasión de la segunda exposición individual, 1958, en la misma sala, de otro compañero del Colegio, Pablo Palazuelo, y que el valenciano recuerda haber visitado. El artista madrileño, creador también que ha reflexionado en torno a las “estructuras” por él calificadas de “lineajes de formas”, esto es, estructuras formales que se suceden y germinan a través de sucesivos estudios. Son el resultado de la indagación en torno a las diversas transformaciones, siempre a la búsqueda de la revelación del universo sensible de las formas. Creador también muy amante del rigor y del orden, que en 1954 Palazuelo ha abandonado el Colegio de España y, gracias a su relación con los Maeght se encuentra ya alojado entre los enigmas de las librerías y bistrots de la rue Saint-Jacques. .
Como le sucederá a Palazuelo, hay dos cuestiones de necesaria cita, al referirnos al Paris de esos años cincuenta, como son la atención expositiva y crítica, del mundo del arte en general, que se dedicaba a las figuras de Paul Klee y Vasily Kandisky. Que la obra de Paul Klee merecía una extraordinaria atención crítica, al término de la guerra mundial, en Europa y los Estados Unidos, es ya sabido. La presencia de Klee era la de una extraña figura, aislada del ruido del arte contemporáneo que en esos años cuarenta habían dominado Picasso o Matisse. Alejado de la Alemania nazi que le vapuleara y muerto en soledad en la calma sureña del Locarno de 1940, en pleno fragor bélico, el regreso a la normalidad de la paz había hecho del degenerado Klee una de las prioridades, casi éticas, en la recuperación de las figuras del arte contemporáneo. Así sucedía en Norteamérica cuando en 1941 el MoMA editara su monografía escrita por Alfred H. Barr, coincidente con la itinerancia norteamericana de la “Paul Klee memorial exhibition”. Precisamente en Paris, otoño de 1948, se celebraba la retrospectiva “Paul Klee (1879-1940)” que, entre otros lugares, había tenido lugar en Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris. En las fechas que analizamos, el interés mundial por la obra de Klee era extraordinario. Así, en 1949, una exposición similar a la anterior, contando con la colaboración de la Societé Klee de Berna, la Fondation Paul Klee y Kahnweiler, aumentada con algunas obras de colecciones norteamericanas, tenía lugar en el MoMA neoyorquino, itinerando por diversos museos estadounidenses. También ese mismo año acababa de ver la luz uno de los libros clásicos sobre Klee, el escrito por Douglas Cooper, publicado en Londres en la colección “The Penguin Modern Painters”, dirigida por Kenneth Clark.
Era evidente que la presencia de la obra de Paul Klee había embargado a numerosos de nuestros artistas abstractos. Muchos de nuestros artistas abstractos se han debatido entre la herencia surrealista y la obra de Klee, algunos hicieron compatibles ambas influencias en diversos períodos de su trayectoria. En todo caso, la cita de quienes han mencionado la herencia kleeiana excedería las intenciones de este texto. Klee había muerto quince años antes de la llegada de Castellano a Paris y su obra era considerada esencial en ese lugar.
Sobre Kandisnky, el valenciano recuerda la lectura de “De lo espiritual en el arte” y el encuentro, -mediación de Sempere, y con la compañía de Lucio Muñoz-, con Nina Kandinsky, viuda del artista quien les acompaña al estudio de Neuilly-sur-Seine, allá mediados los cincuenta.
Vértigo de los días…de la Valencia académica del profesor Salvador Tuset, en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos y obligados al primoroso retrato fidedigno de luces y sombras, de ojos y orejas, al viaje a Paris y contemplar las obras, arte y espíritu, realizadas por Kandinsky. Todo ello sucede rápidamente, en apenas una década.
Castellano siempre ha reconocido que su particular ‘sombra’ tutelar, no fue otra que la de Sempere, recordemos uno de los más tempranos artistas abstractos de nuestra pintura de postguerra. Él había abierto, en 1949, lo que definió como “la marcha de las más atrevidas expediciones por nuevos derroteros del arte”. Será Sempere, ya asentado en Paris tiempo atrás –y en donde ha conocido a fondo la obra de Kandinsky-, quien se convierte verdaderamente en el guía de Castellano por esa ciudad de las maravillas para los artistas. Distanciado Sempere de su frustrada relación con la pintora Loló Soldevilla, comparten melancolías de la distancia, y también habitación económica en el Colegio frecuentando las principales exposiciones del momento. Se crea así un eje de los nuevos tiempos. Eje de la modernidad que recorre por un lado los consejos del sacerdote, y profesor en la escuela de San Carlos, Alfons Roig, en torno a los elementos capitales de la modernidad (Kandinsky es uno de los principales) que transmite a Sempere quien, a su vez, los reparte hacia Castellano. Éste ha reconocido siempre que su acceso a la abstracción se produce, precisamente, con el impulso del artista de Onil. También entre las admiraciones compartidas la obra de otro español en Paris, Juan Gris.
A mi parecer, uno de los ejemplos capitales y que refleja su extraordinaria absorción de la modernidad sería el lacerado cartel realizado por Vicente Castellano unos meses tras su llegada, en marzo de 1956, para la “Exposition des peintres residents au College”. Affiche para el Colegio, elogiador así de la poesía de la letra, creado para una cita tradicional: la muestra colectiva de los artistas alojados en el Colegio de España y que afrontó el pintor valenciano con la técnica collagística a lo Rotella, esto es con el décollage de fragmentos de la cartelería comercial del metro parisino.
En fin, 1955, el año oficial de su llegada a Paris es, también, el año de la marcha en Antibes de uno de los pintores más admirados por Castellano, Nicolas de Staël. Creador este último que, junto a Van Gogh y Mondrian, forman parte de una tríada artística que nuestro artista considera fundamental en sus años de formación.
Unos años antes del viaje a Paris, Castellano había pasado por Madrid, residiendo algunas temporadas, en los años 1951 y 1952, en la calle de la Luna y frecuentando el estudio próximo de otro pintor valenciano de los primeros tiempos de “Parpalló”, Agustín Albalat. Allí recuerda los días con El Greco en el Museo del Prado, mas también el paseo por algunas galerías clásicas de la época, en especial la galería “Artistas de Hoy”, sobre la librería Fernando Fe, en la Puerta del Sol o la librería-galería Buchholz del Paseo de Recoletos. En esta última, 26 de enero de 1954, nuestro pintor recuerda el asombro ante la primera exposición plenamente abstracta de otro artista, otro más, que pronto seguirá la ruta de Paris, Luis Feito.
En 1957 Castellano expondrá en Madrid, individualmente, en una galería que recibiera tempranamente (1954) la obra de Rafael Canogar, son las Galerías Altamira, en la calle del Prado, frente al Ateneo que dirige Joaquín de Lafuente. Juan Portolés citará, en el texto que acompaña el programa de la exposición y parafraseando al recién fallecido Manolo Gil, la “ética de la estética”, como guía -ahora sabemos mantenida hasta nuestros días- de este pintor. La crónica de la revista “Goya” a esa exposición, firmada por un incomprensivo J. Tudela, insistía en sus relaciones con “las formas promulgadas por las últimas promociones de Paris, en cuya capital reside”.
Tras veinte años de estancia en la capital francesa, en 1977 concluye para Castellano el tiempo de Paris. Analizados desde el ahora esos tiempos, se observa que nuestro pintor ha sido un artista valeroso y silencioso. Que tomó varias decisiones fundamentales, en el sentido de radicales, en su vida de pintor: aliarse con la modernidad desde su Valencia natal, allá por los cincuenta, crear sus primeras obras abstractas circa 1956-1957 y marchar, no había más remedio, a Paris.
Llegado el momento del retorno, y un año antes a que abandone la rue Rollin, tiene lugar en la galería Multitud de Madrid una de las primeras exposiciones que tratan de recuperar la justeza sobre la visión de nuestra fracturada y fragmentada historia del arte contemporáneo, bajo el título: “Crónica de la pintura española de postguerra. 1940-1960”. Podríamos decir que, además de plantear algunas presencias obvias, la exposición -dentro de un espíritu muy de ‘Transición’- propone la ‘rehabilitación’ de ciertos nombres que, por diversas razones, habían permanecido en el olvido. Vicente Castellano es uno de los artistas presentes.
En la mitología, Saturno, el conocido devorador del vástago, es en ocasiones representado con un reloj de arena, simbolizando así el inflexible correr del tiempo. “Saturno”, era el título de la pintura de Castellano expuesta en “Multitud” y que en lo formal proponía también una reflexión en torno a la desocupación del espacio que, como sabemos, le obsesionara siempre. Reflexionar sobre el espacio y su ocupación es, al cabo, mencionar también el tiempo. Para Castellano, su rencuentro en “Multitud” comenzaba a restañar un doloroso tiempo de olvido. Y ahora, 2010, con esta exposición retrospectiva, al fin a clausurarse, treinta años después de aquella “Crónica”, la conspiración del silencio.
Si consideramos el itinerario de Vicente Castellano desde sus principios, constataremos de inmediato – a pesar de inevitables vías transversales, por no decir rupturas – La homogeneidad de su curso. Verificamos en él, en permanencia, más de los tópicos, el gusto por la rugosidad de la materia, la concisión ya por la construcción, virtudes, entre otras, inseparables del temperamento artístico mediterráneo, pero que no se exilian de una singular simbología, exenta – La mayor parte del tiempo – de dramatismos inoportunos.
Vicente Castellano no se satisface, por consiguiente, solo en el apoyo del vocabulario formal, sino que cabalga a menudo, según las fases de su temática, los caminos de la metáfora capaces de expresar las fuerzas directrices de su dialéctica íntima. En él coinciden curiosamente dos opuestos: por un lado, una discreción y un pudor extremos, y por el otro, la febrilidad y un entusiasmo natos para emitir y comunicar los fundamentes de un arte dirigido a la vez hacia las sedimentaciones profundas de un ser, y hacia el constante deseo de comunión, a veces polémico, con el mundo de los hombres. Estas observaciones no quieren inducir a una ambigüedad radical o más bien a una indecisión – a pesar de que un gran arte sea siempre ambiguo – sino subrayar la lucha interior del artista a fin de abrir las convergencias y las divergencias de su estructura mental.
Su trayectoria, rica en metamorfosis, no sufre de lo aproximativo, si no que se aprovecha de sus contradicciones. Pintor de instinto, dotado sin embargo de una sólida formación en la Escuela de Bellas Artes de Valencia, y con su padre y un hermano pintores ellos mismos, Castellano es también un hombre de reflexión. Cultiva sus propias teorías, adaptadas a su registro psico-afectivo, y no se detiene en el análisis de las sinuosidades de su problemática, pasando de una a otra al hilo de una síntesis continuamente cuestionada por la búsqueda de la verdad de la pintura. Perfectamente informado de la historia del arte contemporáneo, en el cual se insertan naturalmente, se desmarca del mismo a través de los contrapuntos de un estilo fuera de las modas.
A partir de 1980, Castellano vuelve progresivamente a la pintura informal, siempre con planos superpuestos, collage y juegos de pasta más lisos, acompañados de colores sobrios, manifestando un concepto de espacio estático: que, en sus prolongamientos, sugiere a la interpretación de los varios espacios revelados.
El orden geométrico sigue rigiendo estos territorios matéricos de pura intensidad y de gran rigor, donde resbala una luz interior que determina la resonancia de cada cuadro. De vez en cuando aparece un círculo oscuro o un detalle extraño en tales áreas, que nos recuerdan la voluntad de Castellano de nunca alejarse de una existencia simultáneamente vivida y soñada, donde el significado de los símbolos confirma la ambivalencia de esta obra madura y magnífica, llena de cultos y evidentes poderes.
Gerard Xuriguera
Texto publicado en el catálogo
De l’atelier, Vicente Castellano
Exposición itinerante, Comunidad Valenciana, (21/12/2010-2011), pp. 27-28
La historia del arte de nuestro tiempo cruza, con frecuencia, por delante de los ojos cansados de una contemporaneidad que es impacientemente asaltada por el éxito de las imágenes. Esa historia de los creadores es reconstruida con algo de la tristeza contenida en un pálido diorama que conservara también el eco de un acontecer épico, pergeñado entre los recuerdos de los talleres polvorientos y afanosos de los grandes nombres de la pintura o escultura contemporáneas: Braque, Picasso, Miró, Matisse, Giacometti, Klee o Kandinsky son algunos de los protagonistas. Todos ellos, y otros más, parecen articularse en una línea sucesiva, generadora de lo que presume ser una historia ordenada, dando la luz precisa sobre el arte del siglo veinte, atravesando así el tiempo sin preguntas, obviando que el conocimiento ha crecido -como recuerda Steiner- más entre zozobras y fracturas, interrogaciones e inquietudes, congoja al cabo, que en la placidez de una narración con final feliz. Es en este punto en el que también hay que recordar cómo, sin embargo, numerosos artistas, ciertos de ellos también capitales para el arte contemporáneo, cruzan las horas con distanciada parsimonia, pareciere dotados de una cualidad extraordinaria: la de ser portadores de un tempo diferente, algo que, a la par que les convierte en distinguidos, agiganta su talla de artistas. Artistas de ese otro tempo serían bien conocidos: Sironi, Morandi o Szenes, citando tres ejemplos de un arte esencial construido con luces silenciosas y paz, arte tal un milagro, que vienen ahora a mi memoria.
Empero, el mundo del arte, simbolizado en los Museos, pareciere haber sido secuestrado por una plebe de artistas que se niega a abandonarlos. La cita, casi textual, no es mía sino que es ya centenaria y escrita por Balzac quien adivinaba así la inminente llegada de un tiempo decadente y manierista, época también del desencanto a la deriva circa 1882 del Monsieur Folantin de Joris-Karl Huysman. Serán los tiempos de un vaticinio, -del primero citado, en “La Comedia Humana”-, que llega hasta nuestros días: “ahora, en lugar de un torneo tenemos un motín; en lugar de una exposición gloriosa tenemos un tumultuoso bazar, y en lugar de una selección, la totalidad (…) el gran artista pierde (…) ahí donde no hay juicio, tampoco hay cosa que juzgar”. Se adelantaba Balzac al Blanchot de las palideces, aquel que viera en la existencia de los museos un significativo preámbulo de tiempos oscuros: “los museos no son el mayor logro que una cultura puede alcanzar sino más bien el preámbulo de tiempos oscuros en que el arte habrá dejado de ejercer sus funciones”. Balzac refería también así diversas cuestiones, todas ellas capitales para el arte: reflexionaba sobre algo tan complejo como el arte y su relación con el espectador, otrosí sobre la feria de las vanidades refrendada por la noble institución museística y adivinaba, a la par, en qué se convertirían ciertas zonas del mundo expositivo. Mas también Balzac encaraba con arrojo una cuestión más intensa, tal es el análisis sobre el concepto de obra de arte absoluta. Así, la más perfecta obra de arte sería aquella que no fuere frecuentada, la alejada del marasmo del tiempo, la obra que quedase a salvo de todas las miradas: hélas, la obra maestra desconocida.
La rareza del trabajo de Castellano, su tendencia a viajar al margen de las rutas transitadas, su parsimonia personal y la voz baja, su modestia como artista, parecen redundar en ese interés por preservar su particular obra maestra desconocida. A pesar de lo cual, en la vida artística de Vicente Castellano ha sido fundamental la inmersión, durante casi dos décadas intensas, desde 1955, en el laberinto de Paris. Vida evocadora a la de tantos otros creadores de su tiempo que vieron en esta ciudad la posibilidad de sentirse inmersos en lo que Castellano llamó el continuum, esto es, la rica vida artística de los años cincuenta desarrollada en ese lugar.
Artista refinadísimo, pintor fascinado por el esquivo milagro de la simplicidad, -que sobre él dijera su compañero de aventuras artísticas Vicente Aguilera Cerni en 1956-, su trayectoria creativa ha sido extremadamente singular y heredera de aquella afirmación que tanto me gusta de Herbert Read. Tanto da que su vida como artista sucediera en Valencia, Madrid o en Paris pues, al cabo, el artista -escribe Read- es siempre un forastero. O, también para este caso, aquella otra mención a un recuerdo que pende en mi memoria, dicho por Malraux en Saint-Paul-de-Vence una tarde de 1964 y que puede aplicarse a la larga trayectoria artística de Castellano y su complejo devenir entre las dificultades de los tiempos de la postguerra mundial: el arte de nuestro tiempo no era la cuestión lineal de la que presume la voz engañosa de la historia, sino que también el gran arte podría haber surgido desde una historia de zozobras, desde la oscuridad de la noche.
Como su admirado parisino Juan Gris, Castellano, trasterrado de su Valencia natal, se convertiría en un pintor de un tempo otro, un tempo que pareciere haber atendido en lugar prioritario a su voz interior. Un tiempo que algún crítico de su pintura vio como atravesado, más bien, me atreveré a escribir, zaherido, por una melancolía indefinible que acompaña el calmo ritmo de sus formas y estructuras, la superposición delicada de los planos de color, la sobriedad de sus relieves monocromáticos, la disciplinada tempestad que baña sus collages de materias. Castellano es un artista al que se podría aplicar aquella máxima recordada por Jean Cassou: un ser dotado de un raro carácter de perfección y pureza. Pintor minucioso sobre el que se podría mencionar también el calificativo de lírico, en el sentido de atender en su pintura al misterioso encanto de esa voz interior, antes citada, pictopoesía hecha de versos pacientes, meticulosos, baladas de purísimo brillo sustanciadas en la construcción permanente de historias pintadas ensambladas o concebidas con paciencia, y en la segura expresión del propósito de elevación del espíritu.
Pues Castellano ha sido defensor desde sus inicios, también por escrito, de la trascendencia del arte, de la comprensión de éste como un factor de enriquecimiento emocional, arte como prosecutor de la plenitud. Así, no es extraño que Castellano declarara recientemente a la prensa, con ocasión de su reciente exposición retrospectiva celebrada este año, que “el artista hace una interpretación subjetiva de su realidad, y en mi caso ha sido espiritual y profunda, invitando al espectador a participar en ella”. Pues formas y líneas, materias y planos, colores y no-colores, son planteados por Castellano en la difícil e inasible esfera del espacio a la búsqueda, pareciere, de una esquiva vida superior. El afán por proclamar la búsqueda de una belleza inteligente es para el artista una decisión valerosa pues es, también, signo de evidencia, exposición al riesgo, arte realizado completamente al descubierto mostrando lo que es, en definitiva, el supremo ejercicio de la fe en el oficio de crear.
Al cabo, concluyendo, pienso que Castellano suscribió durante todo su quehacer, como pocos privilegiados artistas de nuestro tiempo, la máxima del protagonista de “La obra maestra desconocida”: “Hay que tener fe, fe en el arte (…) para crear algo así”.
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VICENTE CASTELLANO-ENTRE LA CONSPIRACIÓN DEL SILENCIO →